viernes, 15 de enero de 2010

Haití


Cuántos de nosotros hemos visto las piernecitas de nuestro hermanito bajo una montaña de insalvables escombros. La respuesta es ninguno y debería ser todos. El cuerpo al que una Haitiana llora corresponde a una persona tan merecedora de tu hermandad como aquel niño nacido también de tu padre y de tu madre. En cierto modo, apelando a la fé que más o menos entumecida todos tenemos, somos hermanos de Haití, encarnado en el llanto de esta hermana nuestra.
Es demasiado fácil decir 'qué pena'. Dejemos la humanidad en manos de los gobiernos a los que les vendimos la nuestra. Veamos cuál es el resultado de la ayuda prestada por aquellos que robaron el significado de la solidaridad.
Y es que en el contractualismo no cedemos nuestra libertad sino la de los demás. En algún momento cuyo motivo no alcanzo a comprender, subastamos por la propiedad privada con nuestra alma como moneda de cambio. En esa subasta, todos salimos perdiendo.
Que me iría a Haití, con mis hermanos, si pudiera. Si de algún modo,fuera útil para ellos, y no un estorbo capaz de hacer problemas de optimización de empresas.
Alguien vendió mi humanidad para que pudiera ser abogada, y pusieron en el contrato con letra pequeña, que se me prohibía elegir el momento para ser persona.
Ahora me dirijo a convertirme en la idílica máquina a la que no enseñaron a ser útil, mientras personas de verdad están sufriendo, en el otro extremo del atlántico y en la población centralizada de mi apelmazado corazón.

Dejadme ser haitiana.

1 comentario:

Hilario Abad dijo...

Nada que añadir. Nada.